Este país de números redondos, más proclive a la celebración de efemérides que a la propia creación de futuras, rememora profusamente estos días el 90 aniversario del 14 de abril de 1931, fecha que cambió el rumbo político de España. Sin embargo, en los reportajes leídos hasta la fecha, no suele aparecer, al menos como merece, un personaje secundario pero no tanto, que vivió de cerca como muy pocos otros españoles los acontecimientos que se sucedieron precipitadamente hasta desembocar a los cinco años en un cambio de régimen de muy larga duración. Era Florestán Aguilar, “el dentista del Rey”.
Florestán Aguilar[1], dentista de la Real Casa.
Florestán Aguilar superaba en 1931 las tres décadas como odontólogo de la Real Familia, desde que en 1900 sucediera al seguntino Fernando Ibáñez[2] con tal nombramiento. Así lo recogía en su día la revista “La Odontología”:
Nuestro director, D. Florestán Aguilar, ha merecido la alta distinción de ser nombrado Dentista de Cámara de SS.MM.
El día 14 último, fué llamado á Palacio, donde oyó amables palabras de encomio que le dispensó S.M. la Reina, por las referencias que de sus aptitudes tenía, encargándole de su asistencia profesional, y de la de S.M. el Rey y SS.AA.
El cargo que ha sido conferido al señor Aguilar, ha venido siendo desempeñado durante veintidós años por el señor Ibáñez, quien por razones de su salud ha dejado de prestar sus servicios á la Real Familia[3].
No obstante de la noticia de este nombramiento “oficial”, sus servicios profesionales parecen remontarse cinco años atrás, cuando la Reina María Cristina, madre de un rey niño, Alfonso XIII, sufriera un accidente en la Casa de Campo mientras paseaba en tílburi, yéndose a estrellar contra el pasamanos anterior, lo cual le supuso la fractura de los dientes incisivos superiores. Evacuada a la consulta de Aguilar, la feliz intervención de éste le hizo merecedor en lo sucesivo de la confianza de la Reina. Por otra parte, el apoyo de la Regente desde entonces sería definitivo para la Odontología española, especialmente cuando tras recibir a una comisión de dentistas[4] que Aguilar introdujo en Palacio el día 6 de enero de 1901, advirtiera de sus propósitos a su Gobierno, para decretarse al fin, mediante Real Orden de 1 de marzo de ese mismo año, publicada el 14 de abril, la creación del título de “Odontólogo”, cuyos estudios previos tendrían al fin nivel universitario.
Florentino Jorge Eduardo Augusto Moisés del Carmelo Aguilar y Rodríguez nació en La Habana el 15 de abril de 1872. Hizo sus estudios en Madrid hasta que en 1895 se trasladó a Filadelfia en cuyo «Dental College» cursó la carrera de Doctor in Dental Surgery, en buena medida gracias a la ayuda del Decano, el prestigioso cirujano oral Dr. James Garretson[1], quien procuró suplir las carencias económicas de la familia Aguilar.
Tras concluir sus estudios en 1890 regresó a España para instalarse en Cádiz, donde se domicilió, fundó la revista «La Odontología» y creó un depósito dental. Además, el inquieto Aguilar llegaba al Ayuntamiento de esta ciudad y ponía en marcha un pionero servicio de bomberos.
En 1893 acudió a una reunión promovida en Madrid con otros compañeros con el fin de tratar de la reforma del plan de estudios de la “carrera” de Cirujano-dentista, título en vigor en nuestro país desde 1875. Su afán de búsqueda de la solución a los serios problemas que ocasiona el hecho de ganar sin dificultad alguna este título que da acceso al ejercicio legal de la dentistería le lleva a trasladarse a Madrid de forma definitiva en 1895, pasando a colaborar en la clínica del Dr. Harry Highlands[2], a cuyo frente quedaría cuando cuatro años después éste tuviera que abandonar el país. No hay que olvidar que Aguilar, en Filadelfia, se ha formado en una de las tantas prestigiosas escuelas dentales que proliferaban con éxito desde que en 1840 abriera sus puertas el Baltimore College of Dental Surgery en los Estados Unidos
Así, pues, instalado en Madrid y formado como no lo estaba el común de los dentistas patrios, no tardó la fama del dentista en llegar a otras Cortes cuyos miembros se hallaban vinculados a la familia Real española y, así, prestaría sus servicios a las Reales Familias de Austria y Baviera[3] también como Dentista de Cámara cuando sus ocupaciones se lo permitían. Por ejemplo, el verano de 1906 sabemos que lo dedica, entre otras actividades docentes, formativas y profesionales, a desplazarse hasta sus lugares de residencia para atender a dichas familias[4].
En 1910 vería culminada su ilusión de ver elevada la carrera de Odontología a la duración de cinco años. Este mismo año obtiene él mismo el título de Odontólogo y al siguiente el de licenciado en Medicina y Cirugía pero en la Universidad de Santiago de Compostela, doctorándose en 1913 y culminando su carrera académica con la obtención de la cátedra de «Odontología» de la Escuela de Odontología, adscrita a la Facultad de Medicina de la Universidad Central -cuya dirección ostentaría después- el 10 de diciembre de 1914.
Entre las distinciones profesionales más importantes que disfrutó, aparte de la de Académico de número de la Real Academia Nacional de Medicina, donde tomó posesión el 7 de junio de 1933, cabe nombrar la concesión del premio Miller en 1931 –el mayor galardón de la Odontología mundial- tras la presidencia de la Federación Dental Internacional durante el periodo de 1926 a 31, organización internacional de la que fue fundador -junto con Godon, Miller, Brophy y Kirk- en el Congreso de París de 1900[5]. Florestán Aguilar compensaría la desventura de tan fatídico año en lo político y personal con el más alto premio internacional en lo profesional.
También tuvo mucho que ver Aguilar en la construcción de la Ciudad Universitaria madrileña, nombrándose por R.D. de 17 de abril de 1927 la Junta Constructora de la misma de la que el profesor dentista formaría parte en calidad de Secretario. Su relación con Alfonso XIII le hará merecedor del título que en 21 de mayo de 1928 S.M. le concederá: Vizconde de Casa Aguilar.
Aguilar llegaría a poseer prestigiosas condecoraciones civiles: la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica, Caballero de la Orden de Carlos III y la Gran Cruz de la Orden de Alfonso XII, entre otras, premiándosele también en el extranjero: Caballero, Oficial y Comendador de la Legión de Honor (Francia, 1900, 1922 y 1925 respectivamente), Comendador de la Orden de Francisco José (Austria), Gran Cruz de la Orden de la Corona (Italia), etc.
Atentado del anarquista Sancho Alegre, que es retenido en casa del dentista del Rey.
Mala fecha para supersticiosos: 13 de abril, y de 1913. Mal lugar también pues 43 años atrás había sufrido un atentado de consecuencias mortales el presidente del Consejo de Ministros, don Juan Prim, en la noche de un nevado 27 de diciembre. Hablamos de la madrileña calle del Turco.
Pues bien, la escena de aquel crimen se habilitaba para perpetrar otro, que resultó frustrado. Esa vez, un anarquista aragonés de nombre Rafael Sancho Alegre abandonaba a principios de año Barcelona, se llegaba a la capital del reino y establecía contacto con el grupo anarquista “Sin Patria”. Ahora, el objetivo, S.M. Alfonso XIII, salvaba el pellejo y escapaba ileso. El motivo del fallido regicidio parece ser la venganza por la muerte del anarquista Francisco Ferrer Guardia, ejecutado en 1909 tras ser acusado de instigador de los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona en julio de 1909, aunque también había sido acusado previamente de complicidad en el célebre atentado del 31 de mayo de 1906 en el que Mateo Morral quiso acabar con el monarca lanzando desde un balcón de la calle Mayor, 88 (actual 84) una bomba disimulada en un ramo de flores contra la comitiva que se dirigía a Palacio tras la celebración del matrimonio de Alfonso XIII con Victoria Eugenia de Battemberg.
La prensa odontológica de la época, concretamente la revista “La Odontología” que dirige Aguilar, da cuenta de lo sucedido en una breve nota: Al ser detenido después del atentado Sancho Alegre, la policía, temerosa de las iras populares, lo refugió en el portal de la casa del Sr. Aguilar como más próximo al sitio de la ocurrencia; pero no siendo aquel sitio adecuado y más teniendo en cuenta que el criminal estaba herido, para esperar la llegada del juzgado que dispusiera, y habiendo exteriorizado la policía el deseo de utilizar algún sitio ó lugar más seguro y reservado de la casa, nuestro director ofreció su domicilio particular hasta que se dispusiera el traslado á la prisión. Se aceptó y allí pasó unas horas hasta que se tomaron las disposiciones antedichas[6].
En realidad la calle del Turco ya no lucía tal rótulo en sus esquinas desde 1900, habiendo pasado a llamarse calle del Marqués de Cubas, denominación que conserva. No era mal barrio el de don Florestán, pero su domicilio poco tenía que ver con el que le aguardaba, nada menos que el llamado palacio Longoria, espléndido edificio modernista que el año anterior había adquirido la Compañía Dental Española por medio millón de pesetas para residencia de su presidente, a la sazón F. Aguilar, y que hoy es sede de la Sociedad General de Autores y Escritores de España (SGAE).
Alfonso XIII en el dentista. Aguilar revela hasta donde puede.
El antepenúltimo monarca español contó con la amistad y la colaboración permanente de Florestán Aguilar, en quien vio no sólo un hombre capaz de poner en orden su vacilante profesión sino también una persona a la que confiar empresas mayores, como es el caso ya dicho de la construcción de la Ciudad Universitaria de Madrid. Su relación llegó a términos que han quedado reflejados anteriormente y la devoción de Aguilar por su «Real paciente» fue de dominio público, por lo que existen numerosos testimonios en la prensa no sólo profesional sino diaria de la época.
Una valiosa entrevista realizada por Luis Antón del Olmet al Dr. Aguilar[7] en la sala árabe del citado palacio de la calle de Fernando VI, nº. 4 nos permite hoy en día conocer al Rey ante el dentista, a tenor de las respuestas del facultativo. Así se confiesa el dentista, sin menoscabo de quebrar el secreto profesional:
-¿Visita al Rey desde hace mucho tiempo?
-Desde que el Rey tenía nueve años.
-¿Y va usted á Palacio en muchas ocasiones?
-Sí; con bastante frecuencia.
-¿Luego S. M. padece de la boca?
-No; tiene una dentadura magnífica, que se cuida con esmero. Padece, claro está, como padecemos todos los mortales. Tiene algunas orificaciones (…)
-Diga usted, ¿ha venido S. M. á esta casa en alguna ocasión?
-Varias veces. Sí, he tenido ese honor.
-Y ¿por qué ha venido? ¿No es costumbre que vaya usted á Palacio?
-Es costumbre; pero á veces no es posible. Aunque hay en Palacio un buen instrumental dental, no puede ser tan perfecto como del que yo dispongo. Aquí ha venido algunas veces.
-¿Con aviso previo? ¿No habrá tenido que aguardar el Soberano?
-Con aviso previo, mas sin ceremonia. Ha venido acompañado de una sola persona: de Aybar, de Quiñones de León…
-¿Es sufrido el Monarca para las manipulaciones, á veces dolorosas?
-Mucho. Pero tiene una costumbre. Antes de abandonarse á mis manos, habla de infinitas cosas, lleno de afabilidad y de ingenio, como si quisiera retardar el trance. ¡Ah, pero en cuanto empieza la operación la soporta con estoicismo ejemplar!
La entrevista discurre entre elogios a S. M. tanto a su persona como a los adelantos científicos que han venido con su ayuda, centrándose particularmente en el impulso definitivo que regularizó los estudios de Odontología en nuestro país. También aprovecha para adelantar sus investigaciones sobre lo que constituirá en un futuro su antedicho discurso de recepción en la Real Academia Nacional de Medicina, al hilo de lo cual, el periodista interroga:
-Y, diga usted -preguntamos aún-. ¿Es muy marcado el prognatismo de Don Alfonso XIII?
-No; en vez de encajar sus dientes inferiores en los superiores, chocan alguna vez. Carlos I tenía los superiores encerrados en los inferiores. Y ya ve usted si fué todo un Monarca…
No son muchos los datos clínicos que Aguilar revela a su interlocutor. No podía ser de otra manera y además El Rey es uno de los hombres mejor constituidos que conozco… Es un caso de salud inaudito…
La fidelidad de Aguilar al Rey, hasta el último día.
Eran entonces días de rosas, pero el monarca viviría sus peores horas cuando se viera obligado a abandonar su país. El domingo 12 de abril de 1931, don Alfonso regresa a Palacio a eso de las siete de la tarde, tras su habitual paseo por El Pardo. Mientras merienda, llega su dentista y hombre de confianza e inquiere telefónicamente al ministro de la Gobernación acerca de noticias sobre los resultados electorales. Antes de la cena, la habitual cena familiar de los domingos, Su Majestad le pide a Aguilar que le acompañe mientras se viste el smoking e, inquieto, le pregunta: ¿Qué dice la gente? ¿Qué pasa por Madrid? ¿Cómo interpretas tú todo esto? De ti, de tu franqueza, de tu honradez me fío. Eres mi único amigo; los demás, y sobre todo los políticos, me engañan.
Tras la cena, despedidos los invitados, don Alfonso y doña Victoria Eugenia se trasladan al despacho del monarca donde les aguarda Aguilar, estatua viviente de la fidelidad, a quien encargan la tarea de telefonear a derecha e izquierda en procura de noticias electorales, recibidas en cifras que la Reina va apuntando con ansiedad.
El desastre esbozado en los primeros recuentos se acentuaba a medida que, con la noche, los datos eran más copiosos. En todas las grandes ciudades, Madrid y Barcelona a la cabeza, la monarquía era derrotada. A las dos de la madrugada los Reyes se retiraban a descansar y don Alfonso agradecía a Aguilar su lealtad diciéndole: el trago ha sido duro, ante lo cual el dentista intenta darle ánimos: Vuestra Majestad no debe desesperar. Aún faltan censos enteros de provincias. Pero aunque se confirmara nuestra derrota en las capitales, ¿acaso no hemos triunfado en los pueblos? Seguramente tendremos una mayoría de concejales monárquicos, mucho más que republicanos.
La mañana del 14, antes de partir para el Hospital General, Gregorio Marañón visita a Romanones. El doctor le transmite su oscura impresión sobre los hechos recientes y se muestra muy pesimista con lo que podría estar por venir. Poco después es otro doctor eminente, Amalio Gimeno, quien traslada a Romanones el trasunto de una conversación mantenida con su compañero en la Academia de Medicina, Florestán Aguilar, la noche anterior cuando éste regresara de Palacio. El Rey era consciente de la nueva situación, sin duda, pero albergaba alguna esperanza. Romanones le encarga a Gimeno que haga lo posible para que Aguilar se acerque a su domicilio. El dentista del Rey no tiene inconveniente pues sabe que cualquier contribución puede ser de ayuda, o quizá no, tal vez alivie la situación o acaso contribuya a dar una solución definitiva, incluso la por él no deseada. El ministro de Estado, tras escuchar a Aguilar, le pide a éste que transmita un mensaje al Rey y el dentista intuye que es de importancia capital, por lo cual le ruega que se lo entregue por escrito. Éste fue el texto que don Florestán Aguilar entregaría esa mañana en Palacio:
Señor: el conde de Romanones y Gascón y Marín [Ministro de Instrucción Pública], me han llamado para encargarme, con toda urgencia, transmitiese a V.M. las palabras siguientes:
Los sucesos de esta madrugada les hacen temer que la actitud de los republicanos pueda encontrar adhesiones de elementos del Ejército y fuerza pública, que se nieguen en momentos de revuelta a emplear las armas contra los perturbadores y se unan a ellos, y se conviertan en muy sangrientos los sucesos.
Para evitarlo (en opinión de los mencionados ministros) podría S.M. reunir hoy el consejo de Ministros para que cada cual tenga la responsabilidad de sus actos y que el Consejo reciba la renuncia del Rey para hacer ordenadamente la transmisión de poderes. Así se haría posible, en su día, la pronta vuelta a España del Rey por el clamoroso llamamiento de todos.
Sólo como servidor de V.M. cumplo el encargo de la urgente transmisión de las anteriores palabras[8].
La fidelidad a su real amigo es de las que se califican de inquebrantable y le sigue en su viaje al definitivo exilio. Alfonso XIII, abatido, es acompañado del Duque de Alba y de Quiñones de León. En la frontera se informa Aguilar de que el monarca sigue su viaje a París y el dentista real permanece en la estación internacional de enlace, aguardando el paso del tren real que conduce a Francia a la Reina y a sus augustos hijos. Con la Familia Real llega Aguilar a París y se pone a las órdenes del Rey. Éste, tajantemente, le dice que, por patriotismo, nadie debe desertar de su puesto.
El monárquico Aguilar destronado por sus colegas republicanos.
Esta intensa relación de Florestán Aguilar con la monarquía, relación profesional y también amistosa, le acarreó más problemas de los que hubiera podido imaginar. En efecto, la dentistería española está partida en dos bandos: los “odontologistas” (partidarios de que esta sea una carrera independiente) y los “estomatologistas” (partidarios de que sea una especialidad médica, como todas las demás). Instaurada ya la II República, Aguilar es desposeído de sus cargos: la dirección de la Escuela de Odontología, la secretaría general de la Junta Constructora de la Ciudad Universitaria o la presidencia de la Liga del Cáncer[9]. Llegaba la hora de sus rivales, los prestigiosos doctores Landete, Mayoral y Mañes, hombres de acrisolada reputación científica que simpatizan con el nuevo régimen. El enfrentamiento “odontología versus estomatología” equivalía al fin al de “monarquía versus república[10]”. Numerosos testimonios quedan impresos en la revista del bando estomatologista “Odontología Clínica”, en cuyas páginas se puede leer la fábula titulada “El náufrago”:
El Gran Pontífice (Aguilar) era un viajero de primera en el magnífico “Alfonso XIII”, fantástico barco que marchaba por las aguas tranquilas del poder.
Florestán, amigo del señor, mandaba en el barco y vivía una vida feliz de fox-terrier de lujo, cruzado el pecho por más cruces que un calvario y más bandas que Valencia en fiestas… Pero viene la tormenta, y el “Alfonso XIII”, que a pesar de su apariencia era un trasto inservible hecho con tablas viejas, naufraga y sus brillantes pasajeros caen al agua, gritos, desmayos, lágrimas y D. Floro que se debate entre las olas, logra agarrarse a un madero, ve lejos el magnífico barco “República”, hecho por el pueblo y para el pueblo, y jadeante, desteñido e hiposo, se acerca a la borda y, suplicante, dice:
¡Señores, sólo soy un profesor…!
Don Floro, desde el madero, ansía subir al preciado barco… Ojo, “República”, el náufrago es mal pasajero; salvó todo su equipaje del “Alfonso XIII” y si quiere subir que pase una temporadita agarrado al madero y, si se ahoga, será la primera vez en su vida que no haya sabido nadar y guardar la ropa[11].
Aguilar vive el escarnio público. Además padece graves problemas oculares que le hacen pasar por el quirófano en su flamante edificio. No son sus mejores tiempos aunque permanece fiel a la causa monárquica como veremos ahora pues, más allá que su dentista, ha sido el amigo del Rey.
La cúpula de la Escuela de Odontología es entonces ocupada por los afines al nuevo régimen y Juan Mañes toma la dirección, aunque sería sucedido muy pronto por Bernardino Landete. El ambiente en el centro es de euforia y tienen lugar significativas proclamas políticas en el seno educativo. Por ejemplo, cuando el inmediato 17 de abril se celebra asamblea para proceder a la reorganización del centro, se lee el preámbulo de las correspondientes bases para llevarla a cabo, tras el cual el Dr. Landete dice si alguien quiere hacer uso de la palabra para tratar del mismo, la pide el Dr. Mañes, que dice: ¡Viva la República! (Aplausos)[12].
El editorial de octubre sigue la ruta marcada y, así, no se duda en proclamar que Si venturosa ha sido la República para todas las clases sociales, no lo ha sido menos la República [sic.], que ha sido el yugo, que con una máscara de proteccionismo pesaba sobre nuestra Escuela de Odontología… dejando para el final la alabanza de los logros que desde el venturoso 14 de Abril se vienen produciendo: Esto es, a grandes rasgos, lo primero que se ha conseguido en nuestra Escuela, que gracias a la República entra por luminosos caminos de justicia[13].
El duro final del patriarca de la Odontología española.
Tras el enorme declive físico sufrido en los últimos años, al que no fueron ajenas las controversias políticas del país, como tampoco las desgracias familiares pues contempló en los últimos años la muerte de su alter ego, su joven sobrino Enrique Lluria Iruretagoyena[14], dentista sobresaliente, como también la de su otro sobrino y también joven dentista, José Mascias Aguilar, y las de su hermana Consuelo y marido, ahogados ambos en la playa de Zarauz, Aguilar falleció sin descendencia el 28 de noviembre de 1934. Una calle con su nombre, en el taurino barrio madrileño de las Ventas de la capital del reino, perpetúa en la actualidad su recuerdo.
Alfonso XIII no olvidó a su dentista, a su “único amigo”, y así, tres años después de la partida, cuando falleciera Aguilar y fuera enterrado en olor de multitud, su viuda, doña María Iruretagoyena, recibirá el pésame regio: Señora viuda Casa-Aguilar: De corazón comparto tu inmenso dolor por muerte leal amigo y preclaro doctor, que tanto laboró por la ciencia española y por la patria. Te abraza afectuosamente, Alfonso. Enviaron telegramas doña Victoria Eugenia de Battemberg y doña Beatriz, doña Cristina, don Jaime y don Alfonso de Borbón. Al exministro y jefe de Renovación Española Antonio Goicoechea le mandó Alfonso XIII desde el exilio otro cable con el siguiente texto: Roma. Ruégote representarme entierro vizconde Aguilar reiterando sentidísimo pésame[15].
Su Majestad, en el exilio, quedaba en mayor soledad. Había perdido a quien fuera “su único amigo”.