La literatura del “Siglo de Oro”, fuente secundaria en la investigación histórica de la Odontología (I).

    Como “Siglo de Oro” de nuestras letras[1] se considera, someramente, aquella etapa comprendida entre los años de 1492 -descubrimiento de América- y 1659 -firma con Francia del Tratado de los Pirineos-, en la que florece no sólo la literatura sino también el pensamiento, el arte, y todo ello dentro de un auge político y militar del Imperio español. El presente artículo tiene como objetivo el hallazgo y la interpretación de las referencias al arte dental escritas en esta época que quedaron insertas en el propio discurso literario de obras de referencia, y otras “menores”, a través de sus protagonistas, lo cual nos da, fuera de la “esfera odontológica” una visión complementaria de ese ineludible aspecto social que completa el conocimiento de esta especialidad. Queda fuera, y se echará en falta, la referencia al más ingenioso hidalgo pues ya fue tratado monográficamente en esta revista[2] así como otros célebre: Lope y Quevedo, que se abordarán en otro artículo.   

     

    Entre las “fuentes secundarias” de la historia de una especialidad se encuentra esta literatura que, aunque no trata directamente de nuestro objeto de estudio, la Odontología, sí aparece en dichos libros de forma dispersa pero con presencia más o menos constante y de la pluma de consagrados autores, de ahí que, aunque la mayor parte de las veces en tono satírico, burlesco y hasta cruel, deba ser valorada como complemento sociológico de un arte ejercido por imperitos sacamuelas, la mayor de las veces, convirtiéndose en objeto de fáciles críticas que son exageradas como recurso literario. No obstante, leyendo entre líneas se puede deducir grosso modo el poco aprecio social a un arte ejercido por empíricos, gentes sin formación porque como tal no la hubo y cargaron con la responsabilidad de quienes la rechazaron: los cirujanos. Siguiendo una secuencia cronológica, estos son los escritores referidos.

     

                Fernando de Rojas (ca. 1465 – 1541)

     

                Autor de La Celestina (ca. 1520 –“comedia”-, ca. 1502, -“tragicomedia”-) lleva a Melibea a caer en las manos y en las artes de la vieja protagonista. La alcahueta visita a Melibea con una intención, al parecer, disfrazada: en el IV acto, le comunica que Calixto padece un terrible dolor de muelas –Agora, señora, tienele derribado una sola muela, que jamas cesa el quejar– cuya curación dependerá tanto de la oración dirigida a la santa Apolonia, como de la entrega de su cordón, que había tocado reliquias en Roma y Jerusalén, por consiguiente, portador de propiedades curativas. No obstante, no han faltado críticos que relacionaran dolor de muelas y deseo sexual, de ahí que la pícara pudiera intervenir de tapadillo con otros fines[3].

                Melibea: … ¿Qué palabra podrás tú querer para ese tal hombre que a mi bien me estuviese? Responde; pues dices que no has concluido, y quizá pagarás lo pasado.

     

                Celestina: Una oración, señora, que le dijeron que sabías de santa Apolonia para el dolor de las muelas: asimismo tu cordón, que es fama que ha tocado las reliquias que hay en Roma y en Jerusalén. Aquel caballero que dije, pena y muere dellas. Esta fue mi venida…

                            (…)

                Melibea: …En pago de tu buen sufrimiento, quiero cumplir tu demanda, y darte luego mi cordón: y porque para escrebir la oracion no habrá tiempo sin que venga mi madre, si esto no bastare ven mañana por ella muy secretamente.

     

                Celestina es intermediaria de a saber qué intenciones, pues en el significado del dolor dental y en la entrega del cordón van escondidos quizás otros propósitos. Pero la vieja es perita también en composiciones dentales y como tal se proclama, arrogándose la exclusividad de determinadas fórmulas dentífricas en todo el reino. Más adelante se lo advierte a Lucrecia:

     

                Celestina: Hija Lucrecia, cé: irás á casa, y darte he una lejía, con que pares esos cabellos rubios mas que el oro. No lo digas á tu señora. Y aun darte he unos polvos para quitar ese olor de la boca, que te huele un poco, que en el reyno no los sabe hacer otra sino yo: y no hay otra cosa que peor en las mugeres parezca[4].

     

     

                Juan Lorenzo Palmireno (1524 – 1579)

     

                Uno de los últimos representantes del erasmismo español, Juan Lorenzo Palmireno publica en Valencia, en la segunda mitad del siglo XVI, dos libros de singular título: El estudioso de la Aldea (1571) y El estudiante cortesano (1573). En este último advierte: De los dientes no diré cosa alguna, pues en castellano lo puedes leer copiosamente en el libro que se intitula Colloquio de la dentadura, y orden de aderezar los dientes, del Bachiller Francisco Martínez, en Valladolid, 1557. En casa de Sebastián Martínez, junto a San Andrés. No dexes de leerlo atentamente, porque te advertirá muchas cosas que te los conservarán firmes y blancos y si no lo sabes, pesarte ha cuando con poco remedio los tendrás azafranados, llenos de tova y neguijón[5],

     

                No lo hará, pues se detiene en alguna explicación a propósito y de beneficio para el lector. O sea, que conoce el bien escrito libro de Francisco Martínez. Y se recrea en algunos cuidados que han de darse a la dentadura para embellecerla.

     

                Pero en el otro libro, cuando vaya por derecho a la instrucción de la buena crianza en el niño de la Aldea, valorará la sonrisa en lo que vale. Los dientes –dice- bien parecen de un estudioso blancos, pero emblanquecerlos con polvillos o zumos es cosa de mujeres… Claro que conviene limpiarlos, pero no con sal ni con alumbre, pues es peligroso para las encías. Y hay que desechar esta práctica tan repugnante como el uso la propia orina: con meados es tan sucio que de eso nos reprenden los cosmógrafos a los Españoles. En efecto, Estrabón, el célebre cosmógrafo que viviera en los albores del inicio de la era cristiana, ya lo había detectado y, aunque era costumbre extendida también en los pueblos de Europa del norte y Siberia oriental, en el libro III de su Geografía dice claramente: a no ser que se piense que viven ordenadamente los que se lavan y se limpian los dientes, tanto ellos como sus mujeres, con orines envejecidos en cisternas, como dicen de los cántabros y sus vecinos. Esto y el dormir en el suelo es común a iberos y celtas.

     

                El instructor Palmireno hace didáctica de urbanidad en la mesa: Si algo tienes apegado en ellos, de la comida pasada, no lo quites con el cuchillo, ni manteles, ni con las uñas como hacen los gatos, sino con un palillo de lentisco, o pluma, o huesecillos de pie de gallina[6]. La halitosis, tan repugnante en la intimidad, debes combatirla. Para ello, una vez el médico te haya confirmado que no está su origen en los dientes, ni en el estómago o en el pulmón, enjuágate -dice- con un manojo de flores y otro de hojas de romero bullido en vino blanco con un poco de mirra, cinamomo o canela… o mascarás anís, o cortezas de cidra o de limón. Pero tampoco dejes de contrarrestar ese mal olor con una astuta labor: llevarás buenos guantes de flores, y los vestidos perfumados.

     

                Agustín de Rojas Villandrando (1572-1635) es autor de un celebrado libro publicado en 1604 titulado El viaje entretenido. Autobiográfico en buena parte, el lector se da de bruces con una de las mayores aportaciones sobre odontología de todo el setecientos, incluyendo los libros académicos, aunque se trata de un compendio de sabiduría dental y bucal rimada y puesta en manos del vulgo. Rojas, como Palmireno, ha leído, y fácil es de cotejar, a Martínez de Castrillo. Así reza su loa tras ser abordado por una mujer –“un ángel en cuerpo humano”- de buena dentadura, pero sorprendida por la aún superior de Rojas. Tras hacerle el encargo, el escritor cumple:

     

                RÍOS.- Orilla deste río, cerca de la huerta del rey, vi los días pasados una mujer de muy buen talle, buena de cara y hermosísimos dientes.

                            ROJAS.- Bastaba esto para que fuese hermosa.

                RÍOS.- La cual me dijo que era portuguesa; supe su casa y hame regalado mientras hemos estado en Toledo con muchas cajas de dulce que Ramírez, como enfermo, ha participado de algunas.

                RAMÍREZ.- Y aun después de acá me duelen las muelas de manera que no puedo sosegar.

                RÍOS.- Yo os prometo que me duele a mí este diente, que reviento de dolor dél.

                            SOL.- Cualquiera cosa dulce es muy dañosa para la dentadura.

                ROJAS.- Cerca de eso hice yo una loa que tiene hartos remedios para ella.

                            RÍOS.- Decidla; podría ser nos aprovechásemos de alguno.

                            SOL.- ¿No la oiremos?

                            ROJAS.- Dice así. 

     

    LOA XXI.

    Llegué al fin, y dijo “Rey,

    ansí viva muchos años,

    que me diga cómo tiene

    aquesos dientes tan blancos;

    diga con qué se los limpia,

    y para que valgan algo,

    ¿han de ser chicos o grandes,

    menudos, juntos o ralos?

    Respóndame por su vida,

    que estos míos me han loado,

    y no acabo de entender

    si son buenos o son malos.

    -Ansí hiciera Dios los míos

    porque pudiera igualarlos

    con los de vuesa merced,

    que son más que perlas blancos”,

    le respondí medio muerto,

    y ella sacando una mano,

    se echó el manto sobre el rostro

    y sobre el cielo nublado.

    Levantóse y dijo: “Basta;

    pues dicen que es cortesano,

    haga lo que le he pedido.”

    Repliqué: “Obedezco y callo.”

    Fuese y dejóme, y ayer

    me avisó con un criado

    que hoy en la farsa estaría

    en un aposento bajo,

    que en la loa le dijese

    lo que me había preguntado,

    so pena de su desgracia,

    y al fin, cumplí su mandato.

    Recogí, escrebí un poco,

    y lo más que he alcanzado

    cerca de aqueste propósito

    diré aquí, si digo algo.

     

    Dientes, colmillos y muelas,

    blancura, cuenta y tamaño

    que tendrán quiero decir,

    con avisos necesarios.

    Ha de haber treinta y dos piezas,

    diez y seis en cada lado,

    cuatro dientes, dos colmillos

    y dos muelas que llamamos

    colmillares, y ocho simples,

    doce arriba y doce abajho,

    y por todos treinta y dos,

    ansí en bajo como en alto.

    El ancho, largo y color

    será de un mismo tamaño,

    la dentadura por orden,

    los dientes algo más largos

    que las muelas y colmillos,

    muy poca cosa apartados,

    blancos, delgados, menudos,

    firmes y bien encarnados;

    los colmillos puntiagudos,

    rollizos, recios y blancos,

    y las encías delgadas,

    que esté el diente muy pegado

    a ellas, y éstas macizas,

    enjutas, color rosado;

    los dientes serán un poco

    más salidos los más altos,

    de manera que, cerrada

    la boca, cubran los bajos,

    y las muelas que parezcan

    de una pieza entrambos lados.

    Digo, pues, que para ser

    buena dentadura, es llano

    que tendrán los que aquí he dicho

    y es aquesto lo ordinario.

    Enseña naturaleza

    que estas muelas que tratamos

    son para sólo mascar

    y ansí las dio asiento llano;

    para morder, los colmillos,

    recios y agudos un tanto,

    y para bien parecer

    y bien hablar, dientes blancos.

    A aquéstos suelen venir

    por momentos muchos daños

    nacidos de corrimientos,

    fístolas, flemón salado,

    apostemas, pudrimientos

    de algunos dientes gastados,

    dolor, movimiento, toba,

    limosidad, olor malo,

    neguijón, deminución

    y otros males que no trato,

    que hay también cruentación,

    esponjiosidad y tantos

    que fuera nunca acabar

    decir dellos ni tratallos,

    que hay remedio para todos,

    mas por no enfadar los callo[7]

            

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Tirso de Molina (1579-1648), no se empleó sólo de censor en estos asuntos de muelas, dientes y sustitutos, pues en su obra Quien no cae no se levanta (1636) dio entrada a cierto personaje, el lacayo Alberto, disfrazado de buhonero, que sabía de dientes postizos, como también de mantenerlos a salvo mediante la limpieza de la tova que por descuido llega a recubrirlos y a afearlos. Después de introducirse preguntando si compraban los presentes tantas cosas de adorno, afeites, polvos para blanquear dientes… mondadientes, etc., éste es el diálogo:

     

                ALBERTO: ¿Es menester poner postizo algún diente? Haréle naturalmente, sin que el dormir o el comer sea menester quitalle, ni haya quien la falta vea, aunque se llegue a miralle.

                            MARGARITA: Gracias a Dios y al cuidado, buena dentadura tengo.

                ALBERTO (a LEONELA): Señora hermosa, no vengo en balde; ¿cómo ha dejado criar ahí tanta toba? ¡Jesús! ¡Qué perdida está la dentadura!

                LEONELA: Será porque soy tan grande boba que nunca cuido de mí.

                            ALBERTO: Mas, ¿Por qué? ¿Come a menudo confitura del desnudo?

                            LEONELA: Si es del amor, así, así.

                ALBERTO: Pues verá, en distancia poca, cuál la dejo: asiéntese; la toba la quitaré.

                LEONELA: ¡Ay Jesús! ¿Hierro en mi boca? Váyase con Dios, hermano. Quítese allá.

                ALBERTO: Pues rehúsa lo que la importa y excusa el remedio de mi mano, si quiere no desdentarse aqueste polvillo tome que la toba limpia y come. Los dientes ha de estregarse, al levantarse, muy bien, enjuagándose con vino, y con un paño de lino hasta que enjutos estén; que como tenga cuidado brevemente encarnarán y de marfil quedarán.

                            LEONELA: ¿Y cuánto vale?

                            ALBERTO: Un ducado[8].

     

                Tirso, vio las hazañas de los “barberos-sangradores”, en cuyos desprestigiados puños recaía la tarea de las extracciones dentales. Así lo pone en boca del personaje Santillana:

     

    Ha estudiado cirugía,

    no hay hombre más afamado,

    agora imprime un tratado

    todo de flosomonía.

     

    Suele andar en un machuelo,

    que en vez de caminar vuela;

    sin parar saca una muela,

    más almas tiene en el cielo

    que un Herodes o un Nerón

     

    Conócenle en cada casa,

    por donde quiera que pasa

    le llaman la Extremaunción[9].  

     

     

                El anónimo “Estebanillo González”, cruel sacamuelas de feria.

               

                Aprendiz de barbero en Roma, marmitón de un capitán de galeras, mal practicante de un hospital en Nápoles donde “hace tan malas sangrías en los brazos como buenas en las bolsas”, fue peregrino en Santiago, donde con sus colegas era un robagallinas pero con las limosnas ganadas en este viaje compró un cesto de cuchillos, peines y otras menudencias y se hizo buhonero. Peón de albañil en un convento de monjas de Santa Clara, en Mérida, vendedor de coplas en Córdoba, aguador en Sevilla, criado de una actriz y recadero de cartas amorosas, o sea, correveidile, se metió a charlatán de drogas que él mismo fabricaba e ingresó como soldado de leva. En Barcelona estuvo a punto de ser ahorcado. Con este currículum no es de extrañar que se le tenga por representante de “la mayor bajeza en la vida del pícaro. Era bufón, cobarde, desvergonzado, borracho, más ratero que ladrón; llegó a la indignidad de ser “padre” en la mancebía. Elogiaba la vida picaresca y se reía del honor[10].”

     

                Andaba nuestro pícaro Estebanillo allá por las carnestolendas de 1639 –el domingo seis de marzo podría ser la fecha- en la corte de Viena cuando quiso tenérselas ante la vida y con testigos como sacamuelas burlón y cruel y, salvo exageración más que probable, lo logró haciendo sufrir a sus otrora colegas judíos, procurando y logrando el disfrute de los Reyes. Más o menos así nos lo cuenta en su autobiográfica Vida y hechos… (1646):

     

                Al cabo de algunos días volvió mi amo segunda vez al Imperio, yéndole yo sirviendo en figura de correo, hasta llegar a la corte de Viena, la cual hallé llena de máscaras, fiestas y regocijos, por ser Carnestolendas y tierra donde se celebra más que en ninguna otra parte de la Europa. Y yo, por oír decir: “Donde quiera que fueres, haz como vieres”, hice media docena de mascaradas los primeros días, con ayuda de amigos y conocidos, tan alegres y vistosas, que demás de ser celebradas, no perdí nada en la mercancía. Y viéndome cargado de alabanzas y premios, proseguí en dar gusto a los señores y regocijo a la corte.

     

                Habiendo hecho una cadena de dientes y muelas de caballos, que estaban como el camarada que tuve en Norlingue, me vestí de montambanco, y me tercié el cabestrillo de raigones; puse en la mano derecha un gatillo de sacar muelas, y en la izquierda una cestilla llena de botecillos de ungüentos y emplastos encerados. Llevé conmigo cuatro judíos italianos, con vestidos provocativos a risa y con medias máscaras que cubrían de la nariz arriba, por causa de que no fuesen conocidos del vulgo, y subiendo en un caballo, me fui por todas las plazas y cantones de la corte, haciendo paradas y dando voces para juntar la gente y para encarecer mis medicamentos. Llegaban los tres judíos, que estaban apartados de mí, cada uno por su parte, rompiendo el corrillo y concurso de la gente, y compraban de los botes y emplastos; y pagándome por cada uno dos reales, a vista de todo el auditorio, provocaban a muchos ignorantes a que llegasen a lo mismo; llevando en los pequeños botes un poco de harina desleída en agua, y en los emplastos un poco de cañamazo bañado con sebo y cera. Llegaba después el cuarto hebreo, fingiendo tener gran dolor de muelas; traía las manos puestas en los carrillos, y quejándose muy a menudo, juntábase a las crines de mi rocín, abría una boca de un palmo; mirábale yo despacio la dentadura, como si él fuera caballo y yo albéitar que pretendiese saber la edad que tenía, y abatiendo el gatillo y fingiendo sacarle una muela, ponía en él otra que yo llevaba, pedida para el efeto a un amigo barbero; y dando a entender habérsela sacado sin dolor ni sangre, le hacía que escupiera muchas veces, y alzando el brazo con el gatillo enmolado, alababa mi destreza y convidaba a quitárselas a los pobres de gracia, obligándome a dejar todos los vecinos de aquellas corte, por muy poco precio, sin ningunos dientes ni muelas. Dábame el judío un real, y volvíase a salir del corrincho, encareciendo mi agilidad y jurando no haberle dolido ni sacádole sangre, por lo cual llegaban algunos inocentes a querer hacer la prueba y remediar sus dolores; y yo engañándolos con visitarles las andanas y hacerles creer no estar la muela en estado de sacarla, les aplicaba uno de los emplastos y les quitaba el dinero y los enviaba muy consolados. Solemnizábalo los que sabían que era burla, y divertíanse los que lo ignoraban; y apenas se deshacía el corrillo, cuando a poco trecho juntaba otro y hacía la misma manifestación, encajando la misma presa.

     

                Vine a llegar cerca del Palacio Imperial, a tiempo que Sus Majestades Cesáreas estaban a unas ventanas, juntamente con el Príncipe Matías, hermano del Gran Duque de Toscana, viendo pasar mucha variedad de mascarados. Y por ver que ponían los ojos en los de mi cuadrilla, empecé a vocear y a juntar un numeroso auditorio; y después de haber hecho mi papel, como en las demás partes, y hecho su parte los tres cansinos, llegó el doliente del mal de Santa Polonia, y haciendo muy al vivo su figura, abrió la puerta, que le sirvieron sus dientes de rastrillo para que no entrase el tocino, y sus labios de puente levadiza para impedir el paso el vino. Y como estaba asegurado de que jamás le hacía daño ninguno, echó al aire toda la herramienta de mascar; agarréle con el gatillo una muela, que me pareció la más abultada de todas las demás, y por hacer reír a Sus Majestades a costa de llanto ajeno, tiré con tanta fuerza, que no sólo se la saqué, pero que muy gran parte de la quijada con ella. Empezó el judío a dar voces, y sus camaradas a emperrarse contra mí, Sus Majestades a reírse y el pueblo a regocijarse. Mas por ver que había algunos en el corro que se amotinaban contra mí, enternecidos del arroyo de sangre que salía de la boca del desquijarado, dije en alta voz:

     

                -Adviertan vuesas mercedes que el doliente es judío y sus camaradas hebreos, y que he hecho a posta lo que se ha visto, y no por ignorar mi oficio.

     

                Con estas razones volvió a renovar el alegría y a celebrar la acción, y a darles tal felpa a los cuatro zabulones, que a no valerles los pies, llevaran más que curar, aunque pienso que no llevaron muy poco[11].

     

     

                Jacinto Polo de Medina (1603-1676) en su Epigrama a un hombre que se limpiaba los dientes sin haber comido así habla de una práctica frecuente, aunque en este caso como muestra estafadora de lo que no había precedido:

     

    Tú piensas que nos desmientes

    con el palillo pulido

    con que, sin haber comido,

    Tristán, te limpias los dientes;

     

    pero el hambre cruel

    da en comerte y en picarte,

    de suerte que no es limpiarte

    sino rascarte con él[12].

     

     

                Alonso de Castillo Solórzano (1584-1647), Gentilhombre del Marqués del Villar, en su libro Donaires del Parnaso (1624), y con la aprobación de Félix Lope de Vega, con esta crueldad se muestra bajo este arrojado título: A una dama que se preciaba de moza, no lo siendo, y escupiendo arrojó de una vez dos dientes:

     

    Confiada señora,

    Epitome de todas las edades,

    que presumes de Aurora,

    siendo noche de tantas Navidades,

    modera tu contento,

    no pienses que es Jordán el pensamiento.

     

    Sofísticos engaños,

    emprenden la inventiva y el desvelo,

    mintiendo siglos de años,

    melindres nietos de semblante aguelo,

    que caducos de lirios

    darse al cuidado? padecer martirios?

     

    Cuando más satisfecha

    probanzas hacer quieres a los ojos,

    de que tu boca es hecha

    de perlas blancas y claveles rojos,

    abriéndola postigos,

    huyen de jurar falso dos testigos.

     

    Diluvios de excrementos

    hacen que tu opinión desautorices,

    despidiendo violentos

    los bienes muebles sin dejar raíces

    tu boca mendicante,

    del ebúrneo candor del Elefante.

     

    No me espanto que sientas

    faltas que han sido a todos tan patentes,

    si bien tales afrentas

    te las remedia un almacén de dientes,

    formados de un colmillo

    que suplen los rigores del gatillo.

     

    Si en afrenta has de verte,

    suplícote señora que no escupas,

    por no te hallar de suerte,

    que te quedes con solo lo que chupas

    convirtiéndote en bruja

    con voz tembleque y habla papanduja[13].

     

                Solórzano tenía para todos, especialmente para el sexo femenino, salpicándolo con la tinta más ácida de su pluma. Así se dirige A una vieja muy afeitada, llena de color, y rubias las canas.

     

    Doña vida perdurable,

    nacida de don vestiglo,

    que para espanto del siglo

    eres en fealdad notable.

    Naturaleza gran sastre,

    con pocas puntadas hizo

    dos ribetes de clavel,

    si no son de grana vivos.

     

    Dos encendidos rubíes

    ostentaba en dos distritos,

    si acaso no nos engaña

    la materia de los cirios.

     

    Sabeos espira olores

    tan perennes y continuos

    que bastan a desmentir

    cuando ajos haya comido.

     

    Mucho hace en conservarse

    con olor tan puro y fino

    quien tiene en su vecindad

    las fuentes del romadizo.

     

    Perlas del sur son sus dientes

    y cada perla un hechizo,

    exceptuando las que son

    del socorro elefantino.

     

    Hombres que libres estáis

    huid de aqueste peligro,

    porque es sirte en la mujer

    el más hermoso orificio[14].

     

                Lupercio Leonardo de Argensola (1559-1613) –alias “Bárbaro”, aunque al parecer en honor de Mariana Bárbara de Albión, su esposa desde 1587- compuso por su parte este cruel soneto:

     

    Tu aliento, Herminia, en su fragancia viva

    tan suaves espíritus ofrece,

    que ni un jardín su emulación merece

    aunque todas sus flores aperciba.

     

    Mas el que por las barbas se deriva

    de tu esposo ¿con qué salud se cuece,

    que huele a yema o pollo que perece

    corrompido en la cáscara abortiva?

     

    No es la más grave de las servidumbres

    que la boca le des, que su lujuria

    tus perlas manche y lisie tus corales.

     

    ¡Oh túmulo y no tálamo!, ¿cuál furia

    en ti rindió las leyes naturales

    a la fortuna? ¡Oh tiempos! ¡Oh costumbres[15]!

               

                Bocas que fueron pasto de los estragos del descuido y del ayuno, pero también de desgraciadas intervenciones, aunque quisiéramos pensar que excepcionalmente perversas como la de Estebanillo González. El cronista Bartolomé Argensola, que con su hermano Lupercio estudiara Humanidades y Derecho en Huesca, a la postre ambos “honor de la Nación, Príncipes de la Poesía Castellana” según su editor Ramón Fernández, dedicó un soneto A una vieja sin dientes, sufridora de una piorrea que los deja en tal tambaleo que la mínima fuerza de la propia risa los pudiera desalojar de su sitio:

     

    Aunque Ovidio te dé más documentos

    para reírte, Cloe, no te rías,

    que de pez y de boj en tus encías

    tiemblan tus huesos flojos y sangrientos;

     

    Y a pocos de esos soplos tan violentos

    que con la demasiada risa envías

    las dejarán desiertas y vacías,

    escupiendo sus últimos fragmentos.

     

    Huye, pues, de teatros y a congojas

    de los lamentos trágicos te inclina,

    entre huérfanas madres lastimadas.

     

    Más paréceme, Cloe, que te enojas;

    mi celo es pío; si esto te amohína,

    ríete hasta que escupas las quijadas[16].

     

                Colofón.

     

                Más allá del sarcasmo de los últimos rimados, pura crueldad contra un “enemigo” real o ficticio al que se critica por la fealdad que acarrea una mala y pobre dentadura, existen datos de erudición como es el conocimiento de Palmireno y de Rojas del “Coloquio breve y compendioso” de Martínez de Castrillo, coetáneo y predecesor de ambos. La odontalgia suele ser motivo recurrente en la literatura y en este caso se cita su alivio milagroso con la invocación a Apolonia, santa abogada de los padecen de la boca y dentadura, como del cordón que ha tocado las reliquias de muchos santos que está en poder de Melibea. El uso de medidas preventivas como la higiene con polvos dentífricos o con el palillo es también recurrente. Incluso, cuando se pierden los dientes, Tirso se refiere a través de Alberto a la prótesis dental como al “socorro elefantino”, es decir, a la fabricada con marfil se refiere Castillo de Solórzano. Todo ello está en “las afueras” de lo puramente relativo al arte dental, pero está muy presente en los observadores de la sociedad, sin duda como preocupación de los frecuentes males de la dentadura, dos principalmente: la caries y la enfermedad periodontal. No pasan desapercibidos aun cuando se tienen por “habituales”. No ocurre así en la pintura de la misma época, donde es excepcional hallar una boca siquiera entreabierta.

     

     

    [1] Sobre la cultura y la literatura del Siglo de Oro, consultar, entre otros: Bennassar, B. La España del Siglo de Oro. Barcelona, Grijalbo, 1983. Kamen, H. Una sociedad conflictiva: España, 1469-1714. Madrid, Alianza Editorial, 1983. Deleito Piñuela, J. La mala vida en el Siglo de Oro. Madrid, Alianza Editorial, 2014. Vossler, K. Introducción a la literatura española del Siglo de Oro. Madrid, Visor Libros, 2000. (Traducción y prólogo de José Fernández Montesinos). Arellano, I. Bagnó, S. (eds.) El Siglo de Oro español. Texto e Imagen. Pamplona, Eunsa, 2010. Micó, J.M. El Oro de los siglos. Antología. Madrid, Austral, 2017. Fazio, M. El Siglo de Oro español. De Garcilaso a Calderón. Madrid, Rialp, 2018. Ruiz Pérez, P. (ed.) Poesía de los siglos XVI y XVII. Madrid, Cátedra, 2023.

    [2] Sanz, J. La Odontología en “El Quijote”. Odontólogos de Hoy, 23, 2016, págs. 63-65.

    [3] Cfr. López-Ríos, S. La oración a Santa Apolonia de la Celestina a la luz del folklore mágico-religioso. Theatralia, 2008, 10, págs. 59-76.

    [4] La Celestina, o Tragi-comedia de Calisto y Melibea. Madrid, Imprenta de don León Amarita, 1822, (ed. consultada), pág. 106-114.

    [5] Palmireno, J.L. El estudioso cortesano. Valencia, 1573, Petri a. Huete, págs. 99-99 vº. Cfr. Sanz, J. Influence de l’oeuvre de Francisco Martínez de Castrillo. Actes de la Société Française d’histoire de l’Art Dentaire, 15, 2010, págs. 38-41.

    [6] Idem. El estudioso de la Aldea. Valencia, 1568, Ioan Mey, págs. 89.

    [7] Rojas Villandrando, A. De. El viaje entretenido. Tomo II. Madrid, Espasa-Calpe, S.A., 1977 (ed. consultada), págs. 11-22.

    [8] Molina, T. De. Quien no cae no se levanta. Fundación el Libro Total. (Sic.) Editorial (ed. consultada).

    [9] Hartrzenbusch, J.E. Comedias escogidas de Fray Gabriel Téllez (el maestro Tirso de Molina). Madrid, Impr. de La Publicidad, a cargo de M. Rivadeneyra,  Biblioteca de Autores Españoles, desde la formación del lenguaje hasta nuestros días, 1848, (ed. consultada), págs. 232.

    [10] Deleito y Piñuela, J. Op. cit., págs. 160.

    [11] González, E. Vida y hechos de Estebanillo González, hombre de buen humor. Madrid, Establecimiento Tipográfico de D. F. De P. Mellado, 1844 (ed. consultada), págs. 170-173.

    [12] Böhl de Fabe, J.N. Primera parte de la Floresta de Rimas Antiguas Castellanas. Hamburgo, Lib. Federico Perthes, 1827, págs. 358.

    [13] Castillo Solorçano, A. Donayres del Parnaso. Madrid, Diego Flamenco, 1624, págs. 6-7.

    [14] Ídem., págs. 14-16.

    [15] Argensola, L.L. De. Rimas. (Tomo I). Madrid, Imprenta Real, 1804 (ed. consultada), pág. 154.

    [16] Fernández, E. (Ed.). Rimas del Doctor Bartolomé Leonardo de Argensola. (Tomo II). Madrid, Imprenta Real, 1796, pág. 150.